Últimamente me tira lo de descubrir pueblos perdidos. Pero perdidos de
verdad, no lo clásico eso que se dice "me voy a un pueblo perdido" y
luego te encuentras allí con tropecientos como tú que te repiten la misma
cantinela. No, esto es de verdad. Pueblos que casi no salen en el mapa, a los
que no hay un acceso ni por carreteras comarcales de cuarta regional, pueblos de los de antes, o mejor dicho, de los de siempre.
Pues bien, a estos pueblos suelo llegar con la lengua fuera, después de
patearme (bueno, más bien "biciarme") cuestas interminables, caminos
llenos de piedras en las que voy con miedo de no tener un pinchazo y quedarme
tirado en medio de la nada, pistas sin asfaltar en el que apenas hay algún roñoso cartel indicador en el ni se pueden distinguir los nombres. Y cuando llego a un lugar de estos, solitario, en
el que no hay gente en la calle o como mucho te encuentras a un paisano que te mira
con cara de decir "¿de dónde sale este ahora?", es cuando disfruto de
verdad. Sentarme, sacar mi cámara, comerme una fruta tranquilamente en medio
del silencio, hacer fotos de lugares perdidos, con una historia detrás de
abandono y despoblación, con gentes que siguen allí viviendo, contra viento y
marea, autoabasteciéndose, posiblemente pasando el 90% de su vida en un radio
de 2 o 3 kilómetros cuadrados, no puedo evitar pensar en cómo ha cambiado el
mundo y la vida en tan solo unas pocas décadas, en un tiempo que a nosotros pudiera parecernos mucho, pero que en realidad es casi infinitesimal
en el cómputo global de la historia humana.
Pienso en cómo estas gentes viven
en esos lugares sin apenas contacto con el mundo exterior, como siempre se vivió,
en comunidad, una comunidad formada por los del pueblo, donde casi todos son familia y los vecinos de otros
pueblos, con los que tratan, conviven, intercambian, mercadean y hacen vida. Y
admiro a esta gente. Y no es una admiración de esas baratas que queda muy bien
decirla, no. Les admiro de verdad. Admiro su coraje, su valentía para seguir viviendo un tipo de vida
tradicional por encima de modas, admiro su constancia para vivir en armonía
con lo que tienen a su alrededor, sin pedir demasiado, sin que falte de nada. Y
pienso si esta gente no será la gente de verdad, la que se ha mantenido, la que
ha resistido, la gente superviviente a nuestro caos de sociedad y
mundo pervertido por todo.
Hace poco ví un documental en La 2 en el que hablaban qué pasaría si en la
Tierra hubiera un cataclismo, una especie de desastre natural tipo cometa que
impactara contra nosotros y nos extinguiera como paso con los dinosaurios. Y me
quedé pensativo cuando decían que las consecuencias de un cataclismo de esas características
sería catastrófico, que desaparecería todo, las ciudades, las infraestructuras, la tecnología.
Sería volver a la edad de piedra de un plumazo y los posibles supervivientes
humanos, si los hubiera, no serían para nada los más acostumbrados a todas las comodidades ni gaitas de esta sociedad moderna.
Pues eso pensaba el otro día. Mientas me comía un plátano, con mi bici aparcada
en el suelo y observaba a los paisanos de estos pueblos, me preguntaba si no estaría justo delante de los posibles supervivientes de una hipotética pero según dicen, inevitable extinción futura. Esos paisanos de estos pueblos estoy seguro que sabrían
como ingeniárselas para sobrevivir sin móvil, ni TV, ni internet, ni iPhones, ni primas de riesgo, ni política, ni tasas de paro ni nada de todas estas historias con las que nos machacan cada día. Una gente con la que pudiera empezarse a construir desde cero, a comenzar de nuevo.
Me da pena cuando pienso que seguramente yo no estaría entre esos pocos elegidos.
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